:CUIDADO:
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La trágica muerte de Jesús fue precedida por una jornada de triunfo y de gloria: su entrada en Jerusalén repleta de gente con motivo de Pascua. El pueblo le recibió con palmas y exclamaciones de alegría. "Hosanna -gritaban-, bienvenido el que viene en nombre del Señor." Envidiosos de aquel homenaje los fariseos dijeron a Jesús: "Maestro; amonesta a tus discípulos." Jesús les respondió: "Si ellos callasen, las piedras gritarían." Pero, pensando en el trance final que le aguardaba a la ciudad prevaricadora, lloró por ella y dijo: "Jerusalén, Jerusalén: que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados.
Vendrán días en que te rodearán con trincheras tus enemigos, te cercarán y te estrecharán y no dejarán en ti piedra sobre piedra." Los fariseos insistieron en proponerle una dificultad, esperando comprometerle: "Maestro, dinos lo que te parece: ¿Está permitido pagar el tributo al César?" Bajo esta pregunta, tan sencilla, se ocultaba un lazo, pues si Jesús respondía negativamente, le entregarían a Pilato como a rebelde, y si lo hacía en sentido afirmativo lo denunciarían al pueblo como amigo de los romanos, a quienes odiaban. Pero Jesús supo evitar la emboscada. "Enseñadme -les dijo- la moneda con la que se paga el tributo." Después que le presentaron un denario romano, Jesús pregunto: "¿De quién es esta imagen y esta inscripción?" "Del César", le contestaron. "Pues dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César."
Y luego condenó a los hipócritas con aquellas lapidarias palabras: "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, porque sois semejantes a los sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos a la vista, pero por dentro están llenos de podredumbre!" En la tarde del martes santo, Jesús dijo a sus discípulos: "Ya sabéis que la Pascua se celebrará dentro de dos días y que el Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado." En este mismo día, los príncipes de los sacerdotes, los escribas o doctores de la Ley y los ancianos o jefes del pueblo, que formaban las tres clases representativas en el Sanedrín, se reunieron en casa de Caifás para deliberar sobre la manera de apoderarse de Jesús y darle muerte: "No conviene hacer esto durante las fiestas por miedo de que el pueblo se alborote." Aquel mismo día fue Judas a hablar con los príncipes de los sacerdotes y les propuso: "¿Qué queréis darme y yo os lo entregaré?"
Los sacerdotes prometieron al traidor 30 siclos de plata, es decir, unas 85 pesetas. Desde este instante, Judas andaba al acecho, buscando ocasión favorable para entregarle. El jueves santo, por la mañana, los apóstoles Pedro y Juan preguntaron a Jesús: "¿Dónde quieres que dispongamos la cena pascual?" Jesús les indicó lo que debían hacer, y después de la puesta del sol fue a juntarse con ellos, en compañía de los otros diez apóstoles en una gran sala. Cuando cada uno ocupó su sitio, Jesús les dio una admirable prueba de humildad: se levantó, ciñóse con una toalla, echó agua en una vasija y se puso a lavar los pies de sus discípulos.
Al terminar la cena pascual, Jesús tomó en sus manos uno de los panes ázimos, delgados y anchos, que estaban sobre la mesa, lo bendijo, lo partió y lo distribuyó en trozos a los doce, diciendo: "Éste es mi Cuerpo que es entregado por vosotros." Tomó a continuación el cáliz, lo llenó de vino, al cual había añadido un poco de agua, e hizo que todos bebieran de él, después de haberlo consagrado, diciendo: "Ésta es mi Sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para perdón de los pecados."
Al terminar estas palabras, ya no era pan o vino lo que daba a sus apóstoles, sino realmente su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad, ocultos bajo las especies sacramentales. Luego los hechos se precipitaron. La traición de Judas, la promesa de Pedro de seguirle y confesarle siempre, promesa que no cumplió al negarle más tarde por tres veces, la oración en el huerto de los Olivos, la prisión del Maestro y su juicio, ante Anás, Caifás y Pilato, que terminó con la condena a muerte en cruz. Judas, atormentado por los remordimientos, fue a devolver a los príncipes de los sacerdotes las treinta monedas de plata que había recibido: "He pecado -les dijo- entregando sangre inocente."
Ellos contestaron: "¿Y a nosotros qué nos importa? ¡Allá te las arregles!" Judas salió de allí y fue a arrojar el dinero maldito en el templo, y para quitarse la vida se colgó de un árbol. La crucifixión era un género de suplicio calculado para aumentar las torturas y retardar la muerte. Antes del suplicio le ofrecieron a Jesús, según costumbre judía, una bebida compuesta de hiel y vinagre, que tenía por objeto adormecer los sentidos del paciente, disminuyendo así el sufrimiento. Jesús rehusó probarla, y mientras introducían los clavos en las carnes de sus manos, dirigió a Dios esta generosa petición: "padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." Los verdugos se repartieron entre sí los vestidos de la víctima, y se fijó en la parte superior de la cruz una inscripción en tres lenguas (latín, griego y hebreo), en la que se leían estas palabras: "Jesús Nazareno, Rey de los judíos." En la cima del Gólgota, donde tuvo lugar el suplicio, se produjo la conversión de Dimas, el buen ladrón, la presentación de María, Madre de dios como protectora de todos los hombres y, finalmente, la muerte del Redentor.
Cuando Jesús estaba pendiente de la cruz, la misma Naturaleza tomó parte del luto; el sol se oscureció y las tinieblas cubrieron a Jerusalén y a toda la comarca; tembló la tierra, se resquebrajaron las peñas, y el espeso velo que separaba las dos partes del templo se desgarró. Estos hechos impresionaron vívamente al centurión romano que presidía la crucifixión, el cual exclamó: "Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios!" Jesús fue enterrado en un sepulcro de piedra. Al tercer día, la piedra que cerraba la entrada basculó, y Cristo resucitó. Durante un período de 40 días se apareció a diversas personas, a sus discípulos, a su madre, y al cabo de este tiempo, por su propio poder dejó esta morada terrestre en el acto de la Ascensión. La existencia terrenal del Salvador había terminado.
Vendrán días en que te rodearán con trincheras tus enemigos, te cercarán y te estrecharán y no dejarán en ti piedra sobre piedra." Los fariseos insistieron en proponerle una dificultad, esperando comprometerle: "Maestro, dinos lo que te parece: ¿Está permitido pagar el tributo al César?" Bajo esta pregunta, tan sencilla, se ocultaba un lazo, pues si Jesús respondía negativamente, le entregarían a Pilato como a rebelde, y si lo hacía en sentido afirmativo lo denunciarían al pueblo como amigo de los romanos, a quienes odiaban. Pero Jesús supo evitar la emboscada. "Enseñadme -les dijo- la moneda con la que se paga el tributo." Después que le presentaron un denario romano, Jesús pregunto: "¿De quién es esta imagen y esta inscripción?" "Del César", le contestaron. "Pues dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César."
Y luego condenó a los hipócritas con aquellas lapidarias palabras: "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, porque sois semejantes a los sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos a la vista, pero por dentro están llenos de podredumbre!" En la tarde del martes santo, Jesús dijo a sus discípulos: "Ya sabéis que la Pascua se celebrará dentro de dos días y que el Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado." En este mismo día, los príncipes de los sacerdotes, los escribas o doctores de la Ley y los ancianos o jefes del pueblo, que formaban las tres clases representativas en el Sanedrín, se reunieron en casa de Caifás para deliberar sobre la manera de apoderarse de Jesús y darle muerte: "No conviene hacer esto durante las fiestas por miedo de que el pueblo se alborote." Aquel mismo día fue Judas a hablar con los príncipes de los sacerdotes y les propuso: "¿Qué queréis darme y yo os lo entregaré?"
Los sacerdotes prometieron al traidor 30 siclos de plata, es decir, unas 85 pesetas. Desde este instante, Judas andaba al acecho, buscando ocasión favorable para entregarle. El jueves santo, por la mañana, los apóstoles Pedro y Juan preguntaron a Jesús: "¿Dónde quieres que dispongamos la cena pascual?" Jesús les indicó lo que debían hacer, y después de la puesta del sol fue a juntarse con ellos, en compañía de los otros diez apóstoles en una gran sala. Cuando cada uno ocupó su sitio, Jesús les dio una admirable prueba de humildad: se levantó, ciñóse con una toalla, echó agua en una vasija y se puso a lavar los pies de sus discípulos.
Al terminar la cena pascual, Jesús tomó en sus manos uno de los panes ázimos, delgados y anchos, que estaban sobre la mesa, lo bendijo, lo partió y lo distribuyó en trozos a los doce, diciendo: "Éste es mi Cuerpo que es entregado por vosotros." Tomó a continuación el cáliz, lo llenó de vino, al cual había añadido un poco de agua, e hizo que todos bebieran de él, después de haberlo consagrado, diciendo: "Ésta es mi Sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para perdón de los pecados."
Al terminar estas palabras, ya no era pan o vino lo que daba a sus apóstoles, sino realmente su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad, ocultos bajo las especies sacramentales. Luego los hechos se precipitaron. La traición de Judas, la promesa de Pedro de seguirle y confesarle siempre, promesa que no cumplió al negarle más tarde por tres veces, la oración en el huerto de los Olivos, la prisión del Maestro y su juicio, ante Anás, Caifás y Pilato, que terminó con la condena a muerte en cruz. Judas, atormentado por los remordimientos, fue a devolver a los príncipes de los sacerdotes las treinta monedas de plata que había recibido: "He pecado -les dijo- entregando sangre inocente."
Ellos contestaron: "¿Y a nosotros qué nos importa? ¡Allá te las arregles!" Judas salió de allí y fue a arrojar el dinero maldito en el templo, y para quitarse la vida se colgó de un árbol. La crucifixión era un género de suplicio calculado para aumentar las torturas y retardar la muerte. Antes del suplicio le ofrecieron a Jesús, según costumbre judía, una bebida compuesta de hiel y vinagre, que tenía por objeto adormecer los sentidos del paciente, disminuyendo así el sufrimiento. Jesús rehusó probarla, y mientras introducían los clavos en las carnes de sus manos, dirigió a Dios esta generosa petición: "padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." Los verdugos se repartieron entre sí los vestidos de la víctima, y se fijó en la parte superior de la cruz una inscripción en tres lenguas (latín, griego y hebreo), en la que se leían estas palabras: "Jesús Nazareno, Rey de los judíos." En la cima del Gólgota, donde tuvo lugar el suplicio, se produjo la conversión de Dimas, el buen ladrón, la presentación de María, Madre de dios como protectora de todos los hombres y, finalmente, la muerte del Redentor.
Cuando Jesús estaba pendiente de la cruz, la misma Naturaleza tomó parte del luto; el sol se oscureció y las tinieblas cubrieron a Jerusalén y a toda la comarca; tembló la tierra, se resquebrajaron las peñas, y el espeso velo que separaba las dos partes del templo se desgarró. Estos hechos impresionaron vívamente al centurión romano que presidía la crucifixión, el cual exclamó: "Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios!" Jesús fue enterrado en un sepulcro de piedra. Al tercer día, la piedra que cerraba la entrada basculó, y Cristo resucitó. Durante un período de 40 días se apareció a diversas personas, a sus discípulos, a su madre, y al cabo de este tiempo, por su propio poder dejó esta morada terrestre en el acto de la Ascensión. La existencia terrenal del Salvador había terminado.
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